De la escuela que en sus aulas enseñaba a ver boas y elefantes o de la docencia como acto de creación y resistencia.
- Preparatoria Carl Rogers
- Oct 31
- 4 min read
Updated: Nov 1

Por Pedro Moreno Granados
Cuando descubrí por primera vez El Principito, lo que más me llamó la atención fue que era
un libro de pasta dura. A mi corta edad, yo sabía que los libros de pasta dura eran sinónimo
de cuentos asombrosos, de historias que guardaban algo mágico entre sus páginas y de
horas de asombro, por lo que, lo tomé con curiosidad y corrí con mi tía para que me lo leyera.
Ella sonrió y aceptó, pero con una condición: que guardará con cariño ese regalo y la
recordará cada vez que volviera a leer la historia de un príncipe, un zorro, una oveja y una
flor narrada por un aviador perdido en el desierto.
Quién diría —pienso ahora— que años después me sentaría bajo un ahuehuete y viajaría
horas para visitar otro, recordando que esos árboles inmensos se parecen a los baobabs que
preocupaban y ocupaban a un pequeño príncipe: viajar tan lejos para conseguir un cordero.
Sonrío al pensar que, en el fondo, seguimos siendo ese niño que teme por su rosa, que
esconde su oveja en una caja, y que busca, entre estrellas y árboles, el sentido de lo esencial.
Con el paso del tiempo, las conversaciones que se tienen de “adulto” se parecen más a
entender el uso de un sombrero que a imaginar una boa que se ha tragado un elefante.
Hablamos de la belleza de una casa por su valor económico, no por la historia que guarda o
la luz que entra por sus ventanas. Hemos cambiado la guerra entre ovejas y rosas por
discusiones sobre rendimiento, productividad o apariencias.
A mi criterio, aquellos temas —las ovejas, las rosas, las boas y los elefantes— siguen siendo
también debates de vida o muerte: hablan de lo esencial, de lo que realmente sostiene la
existencia y le da sentido.
Años después, ya como docente, tengo el reto de atender a una comunidad estudiantil
exigente; una matrícula de jóvenes que, si no logras captar su atención en treinta segundos
o menos, los pierdes. Compito día a día con los trending topics, los videos virales y el torrente
inagotable del contenido multimedia.

No solo se ha ido perdiendo el hábito de la lectura, sino que también se ha ido reinterpretando la forma en que se construye la imaginación.
Y a eso hay que sumarle que mi clase no es de danza ni de pintura, donde el arte brota
naturalmente, ni de química, con sus reacciones tan espectaculares. Por azares del destino
—o tal vez por vocación— terminé siendo maestro de Historia, Humanidades y Ciencias
Sociales. Digo “lamentablemente” para mis estudiantes, porque sin duda estas clases son de las más fascinantes… aunque ellos todavía no lo sepan.
Sería ingenuo de mi parte, no reconocer que vivimos en una sociedad acelerada, de consumo
y de comunicación efímera, pero instantánea, donde los medios tradicionales se han
convertido precisamente en eso: en tradición, en nicho, en pieza de museo. Mientras tanto,
las redes sociales y la inteligencia artificial se han erigido como el nuevo paradigma.
Ante este escenario, ser docente se vuelve un desafío por al menos dos razones.
Primera: el acceso ilimitado a la información. Hoy, cualquier dato puede obtenerse en
segundos, incluso mediante un prompt en una aplicación tan cotidiana como WhatsApp. Así,
una línea de estudio, una lectura o una explicación se enfrentan constantemente con un
simple “googleo”, lo que limita la capacidad del docente para asombrar a los alumnos. Pero,
al mismo tiempo, evidencia otro problema: la dificultad de muchos estudiantes para
investigar de forma crítica y discriminar la información que consumen.
Segunda: la capacidad de retención. Nuestros alumnos se han habituado a un formato de
pensamiento comprimido: contenido multimedia, estímulos rápidos, mensajes breves. Por
eso, una clase de una hora frente a un pizarrón puede parecerles eterna, incluso insoportable.
La creatividad de pensar —esa que implica silencio, espera y profundidad— se reduce a
videos cortos, emojis o frases instantáneas. Y lo efímero termina desplazando lo esencial: la
posibilidad infinita de filosofar que ofrecen las humanidades, o los incontables relatos por
descubrir que guarda la historia.
Sin embargo, el conocimiento no se transmite: se significa, diría Freire, pedagogo de la
liberación. Nuestra tarea no es competir con las pantallas, los algoritmos o los buscadores,
si no darle sentido a lo que allí se encuentra, ayudar a los estudiantes a pensar, a conectar,
a interpretar. El conocimiento por sí solo no transforma; lo que transforma es la conciencia
que se construye a partir de él.
Ser docente hoy implica volvernos intérpretes del mundo, mediadores entre la información
infinita y la comprensión profunda. No enseñamos para llenar cabezas, sino para abrir
miradas. La tecnología puede ofrecer datos, pero solo la relación humana —el diálogo, la
pregunta, la escucha— puede convertir esos datos en comprensión, en historia, en ética, en
horizonte.
En este sentido, la creatividad se vuelve una forma de resistencia: es una lucha entre rosas
con espinas y corderos, es la capacidad de reinventar los caminos del aprendizaje, de
mantener viva la curiosidad en medio del ruido digital. Enseñar, hoy más que nunca, es un
acto de creación frente a la saturación, un gesto de esperanza frente a la inmediatez.
Y es aquí donde el docente se vuelve ese aviador perdido en un desierto saturado de ruido,
que busca formar un principito curioso: llenar de imaginación su mente, dotarlo de
herramientas para la vida y, por qué no, mostrarle que los TikToks también pueden servir
para aprender, que las historias de Instagram también pueden ser una forma de filosofar
sobre la vida y comunicar nuestro ser.
Dicen que lo esencial es invisible a los ojos, pero esa es precisamente la gran labor del docente: enseñar a ver con el corazón, a mirar el mundo desde el cariño, la empatía y la
comprensión.
Somos una escuela humanista, y parte de nuestra esencia es que, en nuestras aulas y en
nuestros alumnos, nunca dejemos de ver a la boa que se comió al elefante, esa mirada
que se atreve a imaginar lo que otros solo ven como un sombrero.
Eduquemos para formar personas sensibles, críticas y comprometidas, capaces de abrazar
—con pensamiento y con acción— la compleja realidad que estamos construyendo.









Comments